viernes, 10 de julio de 2015

Refritado de una publicación anterior.

Abel Posse

Pasé en el Nacional Central, el Nacional de Buenos Aires, esos años decisivos que van del último soldadito de plomo al primer beso enamorado (una calle con árboles y vereda ondulada, un puente de hierro sobre las vías y el guardapolvo almidonado de ella).

Ingresé con la indisciplina de la infancia feliz en ese adusto Escorial de granito y mármol alzado en el corazón de Buenos Aires, sobre el recuerdo de aventura de Bolívar y junto a la pasión terrible y grande de Ignacio. Bolívar 263, junto a San Ignacio.

Sobrevino el tiempo del conocimiento y de la disciplina de la doble fila formada ante cada aula.

Días de 1946, de 1948. Tiempos de mutación y de asombrado nacimiento a la misteriosa casa del mundo. Habíamos salido del hogar y entrábamos en la Argentina, y en el túnel hostil de la adolescencia. Ciencias, artes, esfuerzos, relatos ilustres, miedos, superaciones y fracasos. El pupitre rebatible con tintero de cerámica. El sol naciente, numerado, del transportador de lata. El olor tropical de la goma blanca, y esa rueda gris y áspera para borrar errores y borrones en tinta.

La caja del compás con más de ataúd que de góndola. El sacapuntas, con sus firuletes de madera que olía a selvas perdidas. La caja de lapiceras, con el pájaro loco y multicolor del secaplumas. Y esas exóticas plumas: la Perry 341 y las Shoenecken para los rigores góticos exigidos por Berardi y por Azlor. (Horas de china caligrafía, atardeceres lentos de lluvia, escuchando al Glostora Tango Club.)

Y los terrores del latín, la madre de las lenguas y aquella Galia dividida en partes tres... Sopor de la noche de junio, la protesta de las ramas desnudas de los plátanos.

Libros de Malet, de Augé, de Barros Arana comprados a veces en los bouquinistes del patio trasero del viejo Cabildo.

Se aprendía a luchar por la exigencia de lo excelente, de lo mejor, de lo exacto (¡uno! que caía de la sagrada sinrazón de la infancia). Rogelio Bazán que me habla de Rilke, Rodríguez Otaño que me pasa como una droga maravillosa Residencia en la tierra.

Aquellos corredores altos, cubiertos con mosaicos verdes que en septiembre condensaban la promisoria transpiración del húmedo verano. Agosto de lluvia y repicar fuerte de las gotas en la fuente del patio central, como si los dioses nos arrojasen puñados de monedas de plata.

Y desde la tarde interminablemente invernal, los espacios amarillos, azules, verdes de los países de Asia o Africa en el hule brillante de los mapas, con sus llamados de tigres y espacios de misterio.

El día se abría con la lista de asistencia: los apellidos que resonarán para siempre en nosotros, hasta el último día de nuestras vidas. Eran los compañeros de nuestra galera descubridora, cómplices para sortear los vórtices de angustia adolescente. La nave de la división venciendo embates, alcanzando playas de alegría, hasta aquel último, iluminado, día del noviembre del sexto año final, con su cielo azul de porcelana.

Sí. Apenas seis años, pero los más indispensables y decisivos. Como los de un gran amor o de una gran guerra. Los de la soledad de uno apañada por la soledad de los otros, los de la división. En la hermandad del más legítimo aristocratismo, el del saber. Todo estaba allí y nunca existirá la palabra adiós para ese Escorial adusto plantado en el corazón ancestral de Buenos Aires. Bolívar 263.

Aquellos adustos profesores -Fatone, De Vedia, Ottonello, Battistessa (leyéndonos la carta de su amigo Claudel), Lazzaro, Francisco de Aparicio, Cattáneo- ¿nos habían preparado para la Argentina, y para la Argentina que íbamos a vivir? ¿O nos prepararon para una Argentina inexistente o secreta, como la semilla en la nieve, de la que hablaron Mallea y Massuh?
Puro futuro

En algún viaje ya como diplomático, perdí la caja de zapatos con el último, machucado, regimiento de soldaditos de plomo.

Ella, la del guardapolvo almidonado, la del puente, se casó, tiene hijos y sé que es rica y feliz.

Yo volví al Colegio y entré en el Aula Magna, pero del lado del estrado, invitado cuando se premió mi novela El lago atardecer del caminante.

Ellos, mis nuevos compañeros, ocupaban las butacas disfrazados de simpáticos harapientos, con los jeans rotos en la rodilla, desgreñados. Pero, pese al feísmo, no confundían a nadie. El brillo de sus ojos era el mismo de siempre. Rapidez, lucidez, cierta ironía.

Eramos los compañeros de siempre. Eran la renovada inteligencia argentina de siempre. Puro futuro