martes, 21 de octubre de 2008

Fotos de una de las primeras grandes reuniones de la promoción ´61, 2001. Mas abajo un Texto de Abel Posse.



Jorge del Valle.



Desde la izquierda, sentados: Roberto Romero Romerito, Jorge del Valle, José Luis García Fernández, Lito Silverio Gómez, Pedro Bäcker. Parados: Alfredo Gaito, Edgardo Ritacco, Juan Mazza, Héctor Araldi, Germán Falke.

Desde la izquierda, sentados: Roberto Romero Romerito, Jorge del Valle, José Luis García Fernández, Lito Silverio Gómez, Pedro Bäcker. Parados: Alfredo Gaito, Edgardo Ritacco, Juan Mazza, Héctor Araldi, Germán Falke.

















Abel Posse

El solar de los años vivos

Con la cálida evocación de una institución educativa emblemática, el Nacional de Buenos Aires, el autor rescata una época decisiva en su historia personal y la del país.

Pasé en el Nacional Central, el Nacional de Buenos Aires, esos años decisivos que van del último soldadito de plomo al primer beso enamorado (una calle con árboles y vereda ondulada, un puente de hierro sobre las vías y el guardapolvo almidonado de ella).

Ingresé con la indisciplina de la infancia feliz en ese adusto Escorial de granito y mármol alzado en el corazón de Buenos Aires, sobre el recuerdo de aventura de Bolívar y junto a la pasión terrible y grande de Ignacio. Bolívar 263, junto a San Ignacio.

Sobrevino el tiempo del conocimiento y de la disciplina de la doble fila formada ante cada aula.

Días de 1946, de 1948. Tiempos de mutación y de asombrado nacimiento
a la misteriosa casa del mundo. Habíamos salido del hogar y entrábamos
en la Argentina, y en el túnel hostil de la adolescencia. Ciencias, artes,
esfuerzos, relatos ilustres, miedos, superaciones y fracasos. El pupitre
rebatible con tintero de cerámica. El sol naciente, numerado, del
transportador de lata. El olor tropical de la goma blanca, y esa rueda gris
y áspera para borrar errores y borrones en tinta.

La caja del compás con más de ataúd que de góndola. El sacapuntas, con
sus firuletes de madera que olía a selvas perdidas. La caja de lapiceras,
con el pájaro loco y multicolor del secaplumas. Y esas exóticas plumas: la Perry 341 y las Shoenecken para los rigores góticos exigidos por Berardi y por Azlor. (Horas de china caligrafía, atardeceres lentos de lluvia, escuchando al Glostora Tango Club.)

Y los terrores del latín, la madre de las lenguas y aquella Galia dividida en partes tres... Sopor de la noche de junio, la protesta de las ramas desnudas de los plátanos.

Libros de Malet, de Augé, de Barros Arana comprados a veces en los bouquinistes del patio trasero del viejo Cabildo.

Se aprendía a luchar por la exigencia de lo excelente, de lo mejor, de lo
exacto (¡uno! que caía de la sagrada sinrazón de la infancia). Rogelio
Bazán que me habla de Rilke, Rodríguez Otaño que me pasa como una
droga maravillosa Residencia en la tierra.

Aquellos corredores altos, cubiertos con mosaicos verdes que en
septiembre condensaban la promisoria transpiración del húmedo verano.
Agosto de lluvia y repicar fuerte de las gotas en la fuente del patio
central, como si los dioses nos arrojasen puñados de monedas de plata.

Y desde la tarde interminablemente invernal, los espacios amarillos,
azules, verdes de los países de Asia o Africa en el hule brillante de los
mapas, con sus llamados de tigres y espacios de misterio.

El día se abría con la lista de asistencia: los apellidos que resonarán para
siempre en nosotros, hasta el último día de nuestras vidas. Eran los
compañeros de nuestra galera descubridora, cómplices para sortear los
vórtices de angustia adolescente. La nave de la división venciendo
embates, alcanzando playas de alegría, hasta aquel último, iluminado, día
del noviembre del sexto año final, con su cielo azul de porcelana.

Sí. Apenas seis años, pero los más indispensables y decisivos. Como los
de un gran amor o de una gran guerra. Los de la soledad de uno
apañada por la soledad de los otros, los de la división. En la hermandad
del más legítimo aristocratismo, el del saber. Todo estaba allí y nunca
existirá la palabra adiós para ese Escorial adusto plantado en el corazón
ancestral de Buenos Aires. Bolívar 263.

Aquellos adustos profesores -Fatone, De Vedia, Ottonello, Battistessa
(leyéndonos la carta de su amigo Claudel), Lazzaro, Francisco de Aparicio,
Cattáneo- ¿nos habían preparado para la Argentina, y para la Argentina
que íbamos a vivir? ¿O nos prepararon para una Argentina inexistente o
secreta, como la semilla en la nieve, de la que hablaron Mallea y Massuh?

Puro futuro

En algún viaje ya como diplomático, perdí la caja de zapatos con el último,
machucado, regimiento de soldaditos de plomo.

Ella, la del guardapolvo almidonado, la del puente, se casó, tiene hijos y
sé que es rica y feliz.

Yo volví al Colegio y entré en el Aula Magna, pero del lado del estrado,
invitado cuando se premió mi novela El lago atardecer del caminante.

Ellos, mis nuevos compañeros, ocupaban las butacas disfrazados de
simpáticos harapientos, con los jeans rotos en la rodilla, desgreñados.
Pero, pese al feísmo, no confundían a nadie. El brillo de sus ojos era el
mismo de siempre. Rapidez, lucidez, cierta ironía.

Eramos los compañeros de siempre. Eran la renovada inteligencia
argentina de siempre. Puro futuro.


El autor es escritor y fué embajador de la República Argentina ante el Reino de España

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